¿QUÉ ES ÉTICA?

La ética, en filosofía, es la disciplina que tiene por objeto los juicios de valor cuando se aplican a la distinción entre el bien y el mal: la ética de Aristóteles es una ética teleológica, en la que el bien se identifica con el fin que los seres han de cumplir.

La palabra ética también se refiere a la conducta moral de las personas ante una cierta situación: mi ética profesional no me permite aceptar ese puesto.


Ética en filosofía

La palabra "ética" procede del vocablo griego 'hqoV' (ethos), que posee dos sentidos fundamentales. Según el primero y más antiguo, ethos significaba 'residencia, morada, lugar donde se habita'. Se usaba, sobre todo en poesía, con referencia a los animales, para aludir a los lugares donde se crían y encuentran, a los de sus pastos y guaridas. Después, se aplicó a los pueblos y a los hombres para referir a su país o patria. Este sentido fundamental de ethos como lugar exterior o país en que se vive pasaría a significar posteriormente, en la época aristotélica, el lugar que el hombre lleva en sí mismo, el de su actitud interior, el de su referencia a sí mismo y al mundo. El ethos sería el suelo firme, el fundamento de la praxis, la raíz de la que brotan todos los actos humanos.

La acepción más usual del vocablo ethos, según toda la tradición filosófica a partir de Aristóteles, y que atañe directamente a la ética, es la que significa 'modo de ser' o 'carácter'. De ahí que el vocablo ethos tenga un sentido más amplio que el que hoy tiene la palabra "ética", ya que lo ético comprende las disposiciones del hombre en la vida, su carácter, sus costumbres y también lo moral. En realidad se podría traducir por 'modo' o 'forma de vida' en el sentido hondo de la palabra, a diferencia de la simple "manera", tal y como sostuvo Xavier Zubiri; pero "carácter" no debe ser entendido en su sentido biológico, como temperamento dado con las estructuras psicológicas, sino como modo de ser o forma de vida que se va adquiriendo, apropiando, incorporando a lo largo de la existencia. Esta apropiación de una forma de vida se logra mediante el hábito, es decir, no es como el pathos ('lo dado por la naturaleza'), sino que se adquiere mediante la repetición de actos iguales.

Lo ético se produce así en el entorno del círculo formado por las nociones de ethos, hábito y acto, en el que se resumen los dos significados usuales de ethos: el principio de los actos y el resultado de los mismos actos. Ethos es, por una parte, carácter acuñado, impreso en el alma por los hábitos; pero, por otra parte, ethos es también la fuente de donde dimanan los actos. La tensión entre ethos como carácter y ethos como fuente define el ámbito conceptual de la idea central de ética, como apuntó J. L. López Aranguren.

Cuando los latinos tradujeron los sentidos de lo ético a su lengua lo hicieron con la palabra nos ("moral"), pero sin que se perdiera la riqueza de las distintas acepciones griegas, claramente perceptibles en el latín clásico. La obra moral del hombre parece consistir, al hilo de la etimología griega, en la adquisición de un modo de ser. Pero este modo de ser se logra y afirma gradualmente, por lo cual se dan diferentes niveles de apropiación: el pathos, las costumbres y el carácter. El más bajo es el nivel del pathos, el de los sentimientos, que son ciertamente míos, pero tal vez pasajeros y, de cualquier modo, escasamente dependientes de mi voluntad. Las costumbres significan ya un grado mucho más alto de posesión. Por encima de ellas, el carácter constituye una impresión de rasgos en la persona misma: el carácter es la personalidad que hemos conquistado a través de la vida, lo que hemos hecho de nosotros mismos, viviendo. Mos, en su sentido pleno, significa pues, como ethos, 'modo de ser' o 'carácter'. Pero el carácter se adquiere por hábito, se adquiere viviendo. Por eso, mos significa también 'costumbre'. Y, en fin, puede significar ocasionalmente 'sentimiento', porque los sentimientos constituyen una primera inclinación.

La definición no ya etimológica sino real de "ética" ofrece las mismas dificultades que otras definiciones, como las de "filosofía" y "metafísica", ya que dependen del punto de vista filosófico que se adopte. Además, con frecuencia inciden en la palabra "ética" problemas distintos, aunque estrechamente relacionados entre sí, como el problema de qué debe hacer el hombre en particular y en general, o en determinadas circunstancias, para ser o para hacerse bueno; el problema de principio sobre el fundamento y la esencia de las acciones buenas; o el problema de la reflexión crítica sobre los modos vigentes de comportamiento y sobre las teorías acerca de sus principios. Ello hace que en el primer caso se hable de moral o teoría de las costumbres, en el segundo de ética, filosofía moral o "metafísica de las costumbres" (Kant) y en el tercer caso, que con frecuencia es difícil de distinguir del segundo, de meta-ética (especialmente en los países anglosajones).

Hay que entender por "ética", por tanto, la investigación crítica de los fenómenos morales o bien de las normas morales de la conducta, es decir, la investigación sistemática tanto de los conceptos "bueno", "malo", "deber", "justo", "injusto", etc., como de los principios según los cuales usamos o deberíamos usar tales conceptos. Entendida así, la ética ha sido calificada con frecuencia, desde Aristóteles, de ciencia práctica para distinguirla de la filosofía teorética. Esta denominación provocó en la Filosofía Moderna no pocos equívocos, al no advertir que la ética trata primariamente del saber y no de la conducta y que, por tanto, su función no puede ser de suyo provocar decisiones morales concretas. No obstante, esta denominación de "filosofía práctica" es legítima, ya que las preguntas más abstractas de la ética están en definitiva orientadas a la conducta moral.

La Ética como filosofía moral

A pesar de su etimología común, y a pesar de que ambas nociones se identificaron durante cientos de años a lo largo de la historia, actualmente es común diferenciar el concepto de ética del concepto de moral, sobre todo a partir de que se delimitaran ambos significados en la tradición filosófica anglosajona. De la mano de Adela Cortina clarifiquemos tal distinción. La ética se distingue de la moral por no atenerse a una imagen de hombre determinada, que un grupo humano acepta como ideal. Ello no quiere decir que el paso de la moral a la ética sea ir de una moral determinada a un eclecticismo, es decir, a una amalgama de modelos antropológicos; ni tampoco pasar hegelianamente a la moral institucionalizada como ética. En realidad, el paso de la moral a la ética implica un cambio de nivel reflexivo, es decir, supone pasar de una reflexión rectora de la acción a una reflexión puramente filosófica, que sólo de forma mediata puede orientar el obrar. La ética aparece así a caballo entre la neutralidad axiológica del científico y el compromiso del moralista por un ideal de hombre determinado.

La ética es una teoría filosófica de la acción con una doble tarea que cumplir. Un primer momento trata de detectar los caracteres específicos del fenómeno universal de la moralidad. Un segundo momento de distanciamiento y elaboración filosófica sitúa al pensador moral en el ámbito de los argumentos que pueden ser universalmente aceptados. La primera tarea consiste primariamente en tener que habérselas con el hecho moral, hecho humano irreductible a otros y cuya no comprensión hace incomprensible el mundo humano. Es cierto que filósofos y científicos de todos los tiempos han intentado dar cuenta de moral desde la biología, la psicología, la sociología, la economía o la religión, pero los reiterados fracasos de esos intentos, por la tozudez de los hechos morales para emerger con nueva fuerza, han demostrado que lo moral no se rinde, sino que reaparece reiteradamente del modo más insospechado. La ética, pues, a diferencia de la moral, tiene que ocuparse de lo moral en su especificidad, sin limitarse a una moral determinada. La segunda tarea de la ética consiste en justificar teóricamente por qué hay moral y debe haberla, o bien en confesar que no hay razón alguna para que la haya. Como ha concluido Adela Cortina al respecto de esta distinción, el quehacer ético consiste en acoger el mundo moral en su especificidad y en dar reflexivamente razón de él, con objeto de que los hombres crezcan en saber acerca de sí mismos y en libertad.

Esta reflexividad ética constituye un metalenguaje filosófico con respecto al lenguaje moral y, por tanto, no pretende aumentar el número de las prescripciones morales. La cuestión ética no es de modo inmediato ¿qué debo hacer? sino ¿por qué debo?, es decir, consiste en hacer concebible la moralidad, en tomar conciencia de la racionalidad que hay ya en el obrar, en acoger especulativamente en conceptos lo que hay de saber en lo práctico. Precisamente porque la tarea de la ética consiste en esclarecer el fundamento por el que los juicios morales se presentan con pretensiones de necesidad y universalidad, su objeto se encuentra en la forma de la moralidad, es decir, ha de proporcionar el procedimiento lógico que permita discernir cuándo un contenido conviene a la forma moral.

La clasificación de las Éticas

Aunque es desde una perspectiva histórica como quedará patente la diversidad de enfoques y respuestas a los problemas de la ética, puede lograrse una aproximación clarificatoria mediante una clasificación de las principales teorías éticas. En primer lugar, las éticas pueden clasificarse como éticas descriptivas y normativas. Las éticas descriptivas se limitan a describir el fenómeno moral; las éticas normativas buscan un fundamento para la moral y, desde él, formulan normas y dan orientaciones para actuar. También pueden dividirse en éticas naturalistas y no naturalistas. Las éticas naturalistas creen que el fenómeno moral se reduce a fenómenos naturales (psicológicos, biológicos o genéticos), y las éticas no naturalistas consideran que el fenómeno moral es irreductible a otros. En tercer lugar, las éticas pueden ser cognitivistas y no cognitivistas. Las éticas cognitivistas consideran que es posible argumentar y llegar a acuerdos intersubjetivos acerca de lo moral, porque este tipo de saber es ante todo un saber racional. Para las éticas no cognitivistas, lo moral, por el contrario, es irracional. Las éticas pueden también catalogarse, en cuarto lugar, en éticas materiales y formales. Las éticas materiales afirman que es tarea de la ética dar contenidos morales, es decir, materia moral. Según las éticas formales, la ética ha de mostrar cuál es la forma que ha de tener una norma para ser moral, con lo cual son normalmente deontológicas, es decir, se ocupan del deon, del deber. Las éticas materiales se escinden en éticas de bienes y de valores. Según las éticas de bienes, para entender qué es la moral conviene descubrir el bien o fin que los seres humanos persiguen, es decir, el objeto de la voluntad, y esforzarse en describir su contenido y en mostrar cómo alcanzarlo. Las éticas de valores nacen en el siglo XX y mantienen que el contenido central de la ética no es el bien, sino los valores. Las éticas de bienes se dividen, a su vez, en éticas de fines y de móviles. Las éticas de fines postulan que para determinar qué sea el bien es preciso averiguar en qué consiste la esencia del hombre, y por eso acuden a la metafísica, saber que habla de esencias, es decir, de lo que es propio de cada ser; bueno será entonces, para un hombre, alcanzar los fines que su esencia le propone. Las éticas de móviles juzgan necesario estudiar empíricamente cuáles son los móviles de la conducta humana; para ello recurren a menudo a la psicología y a un método empirista. En quinto lugar, la ordenación de las éticas puede hacerse en éticas teleológicas y deontológicas. En el contexto de una ética teleológica, no puede decirse si una acción es moralmente correcta o incorrecta si no se tienen en cuenta las consecuencias que se siguen de ella. La ética deontológica, sin embargo, considera que hay acciones buenas o malas en sí mismas, sin atender a las consecuencias. La clave sería entonces el consecuencialismo o no consecuencialismo. Pero esta distinción no es útil hoy día, ya que no existe ninguna ética no consecuencialista. Las actuales éticas deontológicas, por ejemplo, la ética de Rawls o ética del discurso, son consecuencialistas. Actualmente es deontológica una ética de la justicia, es decir, la que cree que la ética ha de dar el marco de lo que es correcto y que cada cual ha de procurar la consecución de la vida buena como mejor le convenga. Es teleológica la ética que trata de determinar qué es lo bueno para los hombres y cómo es posible maximizar ese bien. Finalmente, es necesario tener en cuenta la clasificación de Max Weber, que divide a las éticas en éticas de la convicción y éticas de la responsabilidad. Son éticas de la convicción las que sostienen que del bien no puede seguirse el mal, ni del mal el bien; por tanto, afirman que hay que realizar siempre acciones en sí mismas buenas, sin atender a las consecuencias. Éticas de la responsabilidad son las que mantienen que del bien no siempre se sigue el bien, por lo que más vale indicar qué mínimo de mal es éticamente legítimo para conseguir el bien, de acuerdo con las consecuencias previsibles de la acción.

La Ética antigua y la medieval

La ética no constituyó en los principios de su historia una disciplina separada y suficiente, sino que apareció siempre subordinada a la política. Para el griego de la época clásica, la ciudad estaba inmediatamente incardinada en la naturaleza. La dike ('juntura' o 'justeza'), categoría cósmica antes que ética, consistía en el ajustamiento natural, en el reajuste ético-cósmico de lo que se ha desajustado (nemesis) y en el reajuste ético-jurídico del dar a cada uno la parte que le corresponde (justicia). Pero, por otro lado, la función del logos como naturaleza propia del hombre consistía en comunicar o participar en lo común, en la ciudad. La ley, como concreción de la justicia, es precisamente lo que ajusta y reajusta lo común; es decir, lo que cósmicamente ordena la naturaleza y lo que ético-jurídicamente ordena la ciudad. La ley, por valer para la naturaleza entera, vale también para la ciudad, y no es sentida como una limitación de la libertad, sino como su supuesto y su promoción.

Suele decirse que la ética occidental nació en Grecia, en los poemas homéricos. Estos poemas no constituyen propiamente una forma de pensar filosófica, sino literaria, pero expresan la experiencia colectiva de un mundo moral sobre el que reflexionará la filosofía. En los términos griegos que aparecen en la llíada y la Odisea, como "bien", "responsabilidad", "virtud", "obligación" o "valor", se encuentran ya muchos significados que aparecerán en reflexiones éticas posteriores. Los más importantes por su repercusión posterior fueron los de "lo bueno" (agazos), que consiste en hacer algo que sirve sobre todo a la propia comunidad, "la virtud" (arete), entendida como "excelencia", como capacidad de sobresalir entre los demás, y "el mejor" (aristos), el hombre que intenta sobresalir prestando los mejores servicios a su comunidad. La moral griega originaria era una moral del bien y de la virtud vividos en comunidad.

Entre los presocráticos se encuentran reflexiones de carácter ético que no están ya ligadas a la aceptación de ciertas normas sociales vigentes o a la protesta contra tales normas, sino que procuran descubrir las razones por las cuales los hombres tienen que comportarse de una cierta manera. Pueden citarse en este sentido las reflexiones éticas de Demócrito. Pero habitualmente se considera a Sócrates como el fundador de una reflexión ética autónoma, aun reconociendo que ella estuvo posibilitada por el contexto socio-político y moral en que vivió en la Atenas del siglo V a.C., y sin las cuestiones provocadas por los sofistas acerca de los asuntos prácticos, en especial sobre la naturaleza y convención de las normas morales y políticas. Al considerar el problema ético individual como el problema central filosófico, Sócrates pareció centrar toda reflexión filosófica en torno a la ética. El filosofar socrático situó al hombre ante la elección de una vida recta cuyo criterio de elección debía ser el bien. Si el que elige yerra este objetivo, todo está perdido. La conducta moral no se reduce a canjear el dolor por placer, sino que la felicidad consiste fundamentalmente en el cuidado del alma, es decir, en saber sobre el bien y en la fortaleza para vivir según él.

Platón, discípulo de Sócrates, se orientó en un sentido parecido al de su maestro en los primeros momentos de su reflexión filosófica, antes de examinar la idea del Bien a la luz de la teoría de las ideas y antes de subordinar la ética a la metafísica. Platón insistió en que la moralidad pertenece por su propia naturaleza a la polis. Las virtudes del individuo reproducen, en su escala, las de la ciudad, conforme a un riguroso paralelismo. Platón representa el intento de plena eticización del Estado, una reacción extremada ante la amenaza del fracaso de la ley de la ciudad por la muerte de Sócrates, la aparición del individualismo, la interpretación de la ley como convención y la desintegración social. Frente al individualismo y convencionalismo de los sofistas, la ética de Platón es una ética social, una ética política. Es la ciudad (polis), y no el individuo, el sujeto de la moral. El bien del individuo está incluido en el de la polis, y ambos en el de la physis o cosmos. Precisamente por eso, la virtud suprema es la virtud de la dike o articulación, la dikaiosyne. Pero dikaiosyne y nomos ('ley') no tienen simplemente un origen natural, sino que por ser natural es también divino.

En el libro primero de los diez que componen la Ética a Nicómaco planteó Aristóteles el problema de que cada actividad humana persigue un bien que es su fin, como ocurre con la medicina, que tiene por fin la salud, o con la construcción, que tiene por meta la casa; pero estos, los distintos fines, tienen a su vez otros, por lo que siempre cabe preguntar: "salud, ¿para qué?", "edificios, ¿para qué?". En esta jerarquía de fines, los subordinados tienen menor importancia, porque no se buscan por sí mismos, sino por el fin superior. Pero puesto que el pensamiento griego no podía soportar la idea de que una serie de elementos subordinados entre sí fuera infinita, para Aristóteles todas las actividades humanas tienden a un fin, y todos los fines son a su vez medios para un fin último, que da razón de los restantes. Este fin último natural de todas las acciones humanas es para Aristóteles la felicidad (eudaimonía), ya que sobre ella no tiene sentido preguntar ¿para qué?. Sin embargo, no todos los hombres entienden de igual modo en qué consiste la felicidad humana, ya que unos la ponen en el dinero, otros en los honores, otros en la virtud y otros en el placer. Por eso es necesario trazar los rasgos que ha de tener una actividad para que se identifique con la felicidad y para buscar cuál de las actividades humanas los posee. Según Aristóteles, la felicidad deberá ser un bien perfecto, es decir, que se busca por sí mismo y no por otro superior a él, a diferencia de los bienes útiles, que se buscan por otra cosa; deberá ser un bien suficiente por sí mismo, o sea, que hace deseable la vida por sí mismo, de manera que quien lo posee ya no desea otra cosa, aunque no sea incompatible con gozar de otros bienes; tendrá que ser el bien que se consigue con el ejercicio de la actividad más propia del ser humano, según la virtud más excelente; y será el bien que se consigue con una actividad continua.

Las dos últimas cuestiones las intentó aclarar Aristóteles preguntándose cuál es la función más propia del ser humano, y distinguiendo entre las acciones que tienen el fin en sí mismas y las que se realizan por un fin externo a ellas. Cada humano tiene una función propia en la comunidad, por ejemplo, ser soldado, ser gobernante, ser madre... y sus obligaciones morales consisten en desempeñarla bien y en intentar adquirir las virtudes adecuadas para ello. Pero Aristóteles se pregunta si más allá de las funciones sociales de cada cual hay función propia del ser humano como tal. Si existiera una actividad en la que se expresara esa función, la felicidad consistiría en el desempeño de esa actividad a lo largo de la vida entera y la virtud que preparara para su ejercicio sería la más perfecta. Por otra parte, las acciones que tienen el fin en sí mismas son más perfectas que aquellas cuyos fines son distintos de ellas, ya que ni necesitan de algo más, ni hace falta que terminen, porque lo que queremos conseguir con ellas en ellas mismas se contiene. Por eso, si existe una actividad propia del ser humano, que tiene que ser un bien perfecto y autosuficiente, será del tipo de acciones que tiene el fin en sí mismas. Estos caracteres los encuentra en el ejercicio de la inteligencia teórica, que es lo más propio del ser humano, se desea por sí mismo y puede ejercerse con continuidad, ya que la satisfacción que proporciona se encuentra en su mismo ejercicio. De ahí concluirá Aristóteles que el ejercicio de la actividad teórica, de la actividad contemplativa, constituye la felicidad.

Pero, puesto que el ejercicio continuo de la vida contemplativa es imposible para los seres humanos, la orientación hacia el bien y la felicidad tiene que conducir en el hombre a una especie de predisposición duradera, puesto que no por proceder bien alguna que otra vez debe un hombre considerarse totalmente bueno, sino que es necesario convertir ese proceder en hábito. Por ello, la virtud se define como un hábito bueno. Aristóteles distingue, en correspondencia con el doble aspecto del alma (lo racional puro y lo racional en cuanto domina lo irracional), las virtudes éticas (propiamente morales) de las virtudes dianoéticas (propiamente intelectuales). La virtud dianoética principal es la prudencia, que constituye la "sabiduría práctica", porque ayuda a deliberar bien sobre lo que nos conviene en el conjunto de la vida humana, a discernir en nuestra toma de decisiones entre el defecto y el exceso, orientado a las demás virtudes. Las virtudes éticas son "un hábito selectivo que consiste en el término medio, tomado desde nuestro punto de vista, determinado por la razón y por la forma de comportarse del hombre prudente" (Ética a Nicómaco, 1106b-1107a). En las virtudes éticas, la acción recta depende esencialmente de la elección del justo medio, así por ejemplo, la valentía se puede definir como el justo medio entre los extremos de la temeridad y de la cobardía. Otras virtudes éticas son la justicia, la amistad, el valor, etc

Un hombre que vive según las virtudes es un hombre feliz, pero para serlo necesita vivir en una ciudad regida por leyes buenas, porque el logos que le capacita para la vida contemplativa y para tomar decisiones individuales prudentes también le habilita para vivir en sociedad. Por eso la ética exige la política; el bien supremo individual (la felicidad) requiere una polis con leyes justas. Por ello, Aristóteles destaca, tanto en la Ética a Nicómaco como en la Ética a Eudemo, que la moral forma parte de la ciencia política, ya que la vida individual sólo puede cumplirse dentro de la ciudad (polis) y está determinada por ella, de tal modo que hay una correspondencia entre las formas éticas de la vida individual y las formas políticas de la ciudad (polis). El bien político es el más alto de los bienes humanos, pues aunque en realidad sean uno mismo el bien del individuo y el bien de la ciudad, parece mejor y más perfecto procurar y salvaguardar el de ésta que el de aquél. La justicia depende de la ley, de tal modo que, cuando ésta ha sido rectamente dictada, la justicia legal no es una parte de la virtud, sino la virtud entera. En la doctrina aristotélica el fin de la ética y el de la política son idénticos: la felicidad, el vivir bien, la vida perfecta y suficiente. El fin más alto del esfuerzo humano no es, sin embargo, la perfección del carácter, sino la idea de comunidad. En un estado ideal, bajo el orden absoluto del bien, se identifican las virtudes individuales y las cívicas (Política 1278b y 1288a). Cuando Aristóteles dice del hombre que es un zoon politikón, lo que quiere decir es que es un animal social, en el sentido de que las formas de vida común de la familia y la aldea le resultan insuficientes y necesita de la polis como sociedad perfecta y autosuficiente.

El mérito de Aristóteles no fue solamente fundar la ética como disciplina filosófica, sino, además, haberse planteado la mayor parte de los problemas que luego ocuparon la atención de los filósofos morales, como fueron la relación entre las normas y los bienes, la relación entre la ética individual y la social, la relación entre la vida teórica y la vida práctica, etc.

El periodo ético posaristotélico delimita un tiempo de desconcierto político y de crisis existencial en el que los filósofos trataron ante todo de averiguar qué es lo que hace a los hombres felices, conocimiento éste que inmediatamente identificaron con la auténtica sabiduría. Proliferaron en esta época las escuelas filosóficas que, como la de los cínicos, los estoicos y los epicúreos, se ocuparon principalmente de investigar los fundamentos de la vida moral desde el punto de vista filosófico. Preocupó tan especialmente a estos pensadores posaristotélicos la cuestión de la relación entre la existencia teórica y la práctica, que convirtieron la ética en el centro de la filosofía, de modo que las otras partes de la misma, como la lógica y la física, quedaron subordinadas y a su servicio. Fueron comunes a muchas escuelas del helenismo los tres rasgos siguientes: intentar descubrir un fundamento de la ética en la naturaleza, establecer una jerarquía de bienes concretos con la que medir la moralidad de los actos y buscar la tranquilidad de ánimo, que según los estoicos se hallaba en la impasibilidad, según los cínicos en el desprecio a las convenciones y según los epicúreos en el placer moderado o en el equilibrio racional entre las pasiones y su satisfacción.

Los cínicos, estoicos y epicúreos intentaron responder a la pregunta sobre la vida buena, mediante el esbozo de un ideal de sabio: es sabio el que sabe ser feliz y es feliz el que es autosuficiente. Surgieron diferencias entre las escuelas cuando trataron de explicar cómo se entiende esta autosuficiencia, ya que cada una de ellas la entendió de distinto modo. Los cínicos, palabra que deriva de kynikós, que significa "perruno", son un grupo de filósofos que se distinguía por afirmar la libertad radical del individuo frente a todas las normas y las instituciones sociales. Decían que el hombre es bueno por naturaleza y es sabio el hombre que vive según la naturaleza, el que desprecia las convenciones sociales, valora la libertad de acción y de palabra, el esfuerzo, la austeridad, somete todo a crítica, rechaza los placeres, tiene por patria al mundo entero y desprecia las instituciones de su comunidad política. La escuela estoica fue fundada por Zenón de Citio, y a ella también pertenecieron Séneca, Epicteto y Marco Aurelio. Los estoicos creían que era sabio el que vive según la naturaleza, pero daban a este término el significado que había tenido en la filosofía de Heráclito (siglo VI a V a.C.), según el cual el orden del cosmos esta sometido a una Razón común a todas las cosas, que se componía en relación con ellas como destino y providencia. De aquí concluyeron los estoicos que sabio ideal era el hombre que, al participar de esa Razón mediante la suya, cae en la cuenta de que al estar todo en manos del destino y no en las propias lo que más vale es asegurarse la paz interior mediante el dominio de emociones e ilusiones y hacerse insensible al sufrimiento y a las opiniones ajenas. La serenidad y la imperturbabilidad (apátheia) son la única fuente de felicidad, por la que el sabio es autosuficiente. El epicureísmo, escuela fundada por Epicuro de Samos (341 a.C.), afirma que la sabiduría del sabio tiene dos raíces: el placer y el intelecto calculador, es decir, que el ideal de sabiduría está en el goce bien calculado. Es, por tanto, una forma de hedonismo: consideraban que hay moral porque los hombres buscan el placer y huyen del dolor, y que, como no todos los placeres y dolores son iguales, la inteligencia sirve para calcular los medios más adecuados para lograr el mayor placer posible. Para los epicúreos, es sabio el hombre que sabe calcular cuáles son las actividades que le proporcionan mayor placer y menor dolor, es decir, quien sabe organizar su vida calculando qué placeres son más intensos y duraderos, y cuáles tienen menos consecuencias dolorosas, y los distribuye con inteligencia a lo largo de su vida.

Los neoplatónicos tendieron a elaborar su ética al hilo de la teoría platónica de las ideas, aun cuando en algunos autores como Plotino la ética platónica se presentaba mezclada con ideas morales aristotélicas y, en particular, estoicas.

Los primeros intelectuales cristianos mantuvieron frente a la ética una actitud doble. Por una parte, incluyeron lo ético en lo religioso y construyeron una ética en la que los principios de la moral se fundamentaban en Dios. Por otra, aprovecharon íntegramente muchas de las ideas de las éticas platónica y estoica, como por ejemplo la doctrina de las virtudes, insertándolas en el mismo cuerpo de la moral cristiana. La patrística cristiana estuvo al principio bajo el influjo de la doctrina plotiniana de la emanación, que se plasmaba en la jerarquización de los valores a medida que parten del Ser perfectísimo, considerado Luz y Bien original. El mal se origina en el límite del no-ser, y procede, según Plotino, de la materia; por ella, toda naturaleza corpórea se convierte en un mal. Este desprecio de lo corpóreo invadió los comienzos de la filosofía cristiana hasta que, con San Gregorio de Nisa y con San Agustín, apareció el pensamiento de que todo ser creado, procedente de la mano creadora de Dios como bien supremo, tiene que ser también bueno: "La gracia divina presupone la naturaleza; no la anula ni la destruye, sino que la completa".

Con Santo Tomás de Aquino y su retorno a Aristóteles, la ética adquirió un carácter eminentemente racionalista. Santo Tomás fundamenta la esencia del hombre en la razón; por tanto, todo lo que va contra la razón, irá contra la naturaleza del hombre. Es característico de la ética tomista su particular teoría de la virtud y la idea de una jerarquía gradual de la bondad desde la ley eterna de Dios, a la ley natural y a la ley positiva. La ética de Aristóteles se mantuvo, con matices, en la ética de Santo Tomás de Aquino, quien consideró esencial averiguar cuál es el fin último de las acciones humanas y lo encontró en la vida contemplativa; la diferencia con Aristóteles es que ahora esta contemplación se refiere a Dios, hacia el que tiende la voluntad humana para unirse con él como bien supremo. El tomismo busca, pues, el bien y el fin del hombre, más que en la metafísica, en la teología.

La Ética moderna

A partir del Renacimiento la historia de ética se volvió más compleja; por un lado, resurgieron muchas tendencias éticas que, aunque no totalmente abandonadas, habían estado atenuadas, como ocurre con el estoicismo de filósofos como Descartes o Spinoza; por otro, los nuevos problemas presentados al individuo y a la sociedad, o entre las naciones, especialmente a partir del siglo XVII, condujeron a reformas radicales de las teorías éticas. Así surgieron el egoísmo de Hobbes, el realismo político de los maquiavélicos, u otras teorías éticas basadas en el sentimiento moral, como la de Hutcheson.

Durante los siglos XVII y XVIII, la discusión sobre la Ética estuvo determinada en Inglaterra por la actitud extrema de Hobbes, quien planteó dos preguntas radicales: ¿hasta qué punto la naturaleza del hombre está socialmente orientada, de modo que le sea natural vivir en armonía con otros? y ¿son las facultades racionales o irracionales de la naturaleza humana fuentes de normas morales? Hobbes, materialista y determinista, afirmó que el hombre por su naturaleza es radicalmente ególatra, y que lo bueno o lo malo no son más que el placer o el dolor que el hombre busca o evita instintivamente. Por ello, puede considerarse que en la doctrina de Hobbes se rechaza expresamente la ética, al exponer cómo se comportan de hecho los hombres, no cómo deberían comportarse. A pesar de ello, los filósofos morales ingleses se dedicaron durante más de cien años en refutar a Hobbes. R. Cudworth, intentó reducir al absurdo la doctrina de Hobbes. También J. Locke polemizó con Hobbes al considerar que las normas morales pueden ser conocidas intuitivamente por la razón, del mismo modo que las verdades matemáticas. Locke, sin embargo, aceptó al mismo tiempo de Hobbes la equiparación entre lo bueno y lo que produce placer, y entre lo malo y lo que produce dolor, e intentó conciliar esta concepción con la doctrina de la cognoscibilidad de las normas morales, hasta afirmar que el hombre califica como moralmente buenas o moralmente malas aquellas acciones a las que Dios, como legislador supremo, ha asociado placer o dolor. R. Cumberland fue el primer autor en llamar la atención sobre el bien común como norma moral suprema y A. A. C. Shaftesbury argumentó contra el egoísmo de Hobbes afirmando que también el amor y la misericordia son inclinaciones naturales que todo hombre descubre si mira a su corazón. El análisis de Shaftesbury culminó con el argumento de que los intereses privados y el bien propio colaboran con el bien común, y no lo destruyen como pretendía Hobbes. Su discípulo, F. Hutcheson, defendió que los juicios morales surgían de un sentido moral que se manifiesta como reflexión sobre las acciones, cuyo motivo es propiamente una bondad natural de benevolencia (benevolence). J. Butler argumentó también contra el hedonismo de Hobbes afirmando que el placer es un producto secundario de las acciones, que de suyo no están orientadas hacia el placer. Distinguió también entre pasiones particulares (hambre, amor materno), amor propio (búsqueda de la propia felicidad) y benevolencia (búsqueda del bien común).

David Hume también abordó el problema de la ética al plantear dos preguntas. La primera fue ¿qué significa "X es bueno"? A lo que respondió que significaba que "la mayoría de los hombres aprueban X". En segundo lugar se preguntó ¿qué acciones son buenas? Y respondió que eran las aprobadas por la mayoría de los hombres, es decir, aquellas que suscitaban, mediata o inmediatamente, una aprobación. Hume negó expresamente que los juicios morales procedieran de la razón, ya que la razón no podía aprobar o desaprobar nada, sino solamente comprobar hechos y relaciones; por ello, en sus juicios morales, la razón tenía que basarse en los sentimientos, los cuales no pueden ser justificados racionalmente.

Kant inició sus reflexiones éticas con una critica a las éticas que en la historia habían comenzado su tarea reflexiva buscando el bien de los seres humanos en la teología (bueno es lo que Dios quiere), en la ontología (bueno es para el hombre cumplir sus fines), en la psicología (bueno es el placer, o bien la satisfacción del sentimiento moral), o en la sociología (bueno es lo que se transmite por educación o lo que determina la constitución de un pueblo). Estas éticas son éticas materiales de bienes, o éticas heterónomas, porque reducen lo moralmente bueno a otro tipo de bien, que es el que mueve la voluntad. La crítica kantiana a estas éticas consiste en mostrar su radical insuficiencia, entre otras razones porque no cuentan con un bien específicamente moral, porque la voluntad está determinada a obrar por un bien que ella no se ha dado a sí misma (heteronomía), porque solamente puede saberse por experiencia cuál es el bien y cómo actuar para alcanzarlo, porque de la experiencia de que algo sea de una determinada manera no se sigue que deba serlo y porque la experiencia es particular y subjetiva, y por tanto no puede fundamentar una norma universal e intersubjetiva. Las éticas heterónomas no pueden, pues, explicar, el hecho de que los hombres tengan conciencia de un tipo de deberes cuyo cumplimiento se exige incondicionadamente.

Por ello la ética, según Kant, se replantea el punto de vista de su indagación, y no se pregunta qué es el bien, sino en qué consiste el deber. La Fundamentación de la metafísica de las costumbres y la Crítica de la razón práctica, obras clave de la ética kantiana, adoptarán como punto de partida precisamente la constatación del hecho moral, es decir, de que la voluntad es buena no cuando quiere el bien, ya que es imposible su conocimiento, sino cuando obedece a imperativos categóricos. Un imperativo es un mandato por el que el sujeto humano se siente obligado a a obrar. Los imperativos son de dos clases: hipotéticos y categóricos. Los imperativos hipotéticos son los que obligan bajo una condición, es decir, únicamente si las personas quieren alcanzar un fin determinado y la acción expresada en el mandato es un medio para alcanzarlo; por ejemplo, "si quieres ser buen deportista, no fumes". Los imperativos categóricos, por el contrario, obligan a realizar una determinada acción de forma universal e incondicionada, por ejemplo: "¡no debes matar!". Los imperativos hipotéticos son propios de las éticas heterónomas, ya que éstas explican este tipo de mandatos que obligan si conducen al fin bueno, sea el placer (hedonistas) o la felicidad (eudemonistas). Pero éstas éticas, según Kant, no se mueven, propiamente hablando, en el ámbito de lo moral, ya que éste es el de los deberes que mandan sin condiciones y sin prometer nada a cambio. Cuando se cumple un deber por los resultados que se obtienen, sea en forma de premio o de castigo, se rebaja la humanidad de la persona y se actúa de forma inmoral. No es función, por tanto, de la ética dar normas morales, sino que las normas se encuentran en la vida cotidiana sin que los pensadores éticos las inventen. Los pensadores éticos deben ocuparse de descubrir qué rasgos formales deben tener las normas morales para descubrir que tienen la forma de la razón. Estos rasgos formales son tres. El primero es que las normas morales se caracterizan por su universalidad: "Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal". De acuerdo con esta formulación, será ley moral aquella norma que el sujeto cree que todas las personas deberían cumplir, incluido él mismo. El segundo es referirse a seres que son fines en sí mismos: "Obra de tal modo que trates la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio". Será ley moral a partir de esta fórmula aquella norma que proteja a seres que tienen un valor absoluto (son valiosos en sí y no para otra cosa) y son, por tanto, fines en sí mismos, y no simples medios. Los únicos seres que son fines en sí son los seres racionales. El tercer rasgo es el de valer como norma para una legislación universal en un reino de los fines: "Obra por máximas de un miembro legislador universal en un posible reino de los fines". Para comprobar si una máxima es ley moral, hay que comprobar si sería una ley vigente en un reino en que todos los seres racionales se trataran entre sí como fines y no como medios.

Al ser humano capaz de darse a sí mismo estas leyes, que permiten superar el egoísmo y los intereses particulares, y que asumen una perspectiva universal, lo considera Kant "autónomo". Este descubrimiento de la autonomía lleva a reconocer y a valorar la dignidad humana, porque este ser que tiene autonomía es único y no puede intercambiarse por otros; no tiene precio, sino dignidad. Esta idea de dignidad es el fundamento de los derechos humanos. De todo lo dicho sobre el deber se deduce que el bien específicamente moral consiste en tener una buena voluntad. Tiene buena voluntad el que quiere cumplir el deber por el respeto que le merece, es decir, aquél para quien el móvil de su conducta no es el interés egoísta, sino el sentimiento de respeto ante el deber. La expresión kantiana que entiende el obrar bien como obrar por respeto al deber por el deber significa que el sujeto moral puede obrar conforme al deber, pero no por respeto al deber, y entonces la acción es legal, pero no moral. El que no maltrata a otras personas para que no le metan en la cárcel obra legalmente, pero no moralmente. El que no las maltrata porque toda persona tiene una dignidad, obra moralmente.

En la ética kantiana de la buena voluntad y del deber se plantea un verdadero problema con la cuestión de la felicidad. Aquel que tiene buena voluntad ¿puede esperar ser feliz? No parece que eso ocurra con frecuencia en la vida cotidiana, ya que las personas buenas no siempre son felices. ¿Es esto justo? ¿No repugna a una razón sana que un hombre bueno sea desgraciado? La solución racional a este problema pasa en Kant por suponer o postular que el alma humana es inmortal y que Dios conciliará en otra vida virtud y felicidad, de modo que los hombres buenos sean felices. La buena voluntad es, pues, el bien moral; pero la unión de bondad moral y felicidad constituye el bien supremo, que es posible por la acción de Dios.

La ética kantiana supuso un ingente esfuerzo por defender los valores morales frente al determinismo científico y frente al irracionalismo de Hume. Pero la ética kantiana resulta expresión de un individualismo radical que procede inmediatamente de la Ilustración, y que tiene su origen en el individualismo, aunque secularizado, del luteranismo. La moral de la buena voluntad pura no se ocupa de las realizaciones exteriores. El imperativo categórico impone el deber y la metafísica de las costumbres se ocupa del deber de la propia perfección, pues nunca puede ser un deber cuidar de la perfección de los otros.

La Ética contemporánea

Fichte y Schelling iniciaron una reacción contra la ética kantiana que culminó en la filosofía de Hegel. Fichte opuso a Kant su idea de la dialéctica del yo y del tú, paralela a la dialéctica del yo y el no-yo, y su afirmación de una ética social en la cual cada hombre se sabe corresponsable del destino ético de los demás hombres. La idea romántica de organismo de Schelling se enfrenta al atomismo social ilustrado de Kant.

Para Hegel, igual que para Kant, únicamente son verdaderamente morales las acciones realizadas por deber. Sin embargo, en Hegel los imperativos morales, junto con la forma del deber como motivo de la acción y su universalidad, exigen también un contenido. Este contenido viene dado por las leyes, las instituciones y las costumbres, y por ello mismo la norma auténtica de la moralidad es la armonía con aquellas situaciones objetivo-sociales en las que previamente se encuentra el sujeto agente moral. Hegel, por tanto, representa frente a Kant una vuelta a la realidad concreta y a la armonía griega descubierta por sus contemporáneos y amigos, los grandes neohumanistas alemanes. Según el sistema hegeliano, el Espíritu subjetivo, una vez en libertad de su vinculación a la vida natural, se realiza como Espíritu objetivo en tres momentos, que son el derecho, la moralidad y la eticidad. En el derecho, por estar fundado en la utilidad, la libertad se realiza hacia afuera. La moralidad agrega a la exterioridad de la ley la interioridad de la conciencia moral, el deber y el propósito o intención. Pero la moralidad es constitutivamente abstracta y para ella el bien moral es lo absolutamente esencial, es decir, su lema podría ser "¡hágase justicia y perezca el mundo!". Este rigorismo del pensamiento moralista procede de su carácter abstracto, lo que Hegel llama la "tentación de la conciencia", que resulta sublime en el orden individual, pero carece de efectividad histórica. Por eso el momento de la moralidad es superado en la síntesis de la eticidad. El deber no puede estar en lucha permanente con el ser, puesto que el bien se realiza en el mundo y la eticidad es eficaz y, por tanto, debe triunfar. La eticidad se realiza en tres momentos: familia, sociedad y Estado. Éste es concebido como el momento supremo de la eticidad, como el más alto grado ético de la humanidad. La suprema expresión de esta moral objetiva es para Hegel el Estado, es decir, el punto supremo de la moralidad se alcanza cuando el hombre se adapta por un sentimiento de deber a las condiciones objetivas de las instituciones políticas.

La filosofía moral kantiana tuvo una influencia decisiva sobre muchas teorías éticas del siglo XIX. Pero además de las doctrinas influidas por Kant y por el idealismo alemán, en este siglo se desarrollaron también otras corrientes, como la filosofía del sentido común, el psicologismo, el utilitarismo, el intuicionismo inglés, el evolucionismo ético, etc.

El utilitarismo nació en la filosofía moderna anglosajona. Se trata de un hedonismo social, porque afirma que el móvil de la conducta humana debe ser la búsqueda del placer, pero al mismo tiempo considera que los hombres tienen unos sentimientos sociales cuya satisfacción es fuente de placer. Entre estos sentimientos está el de simpatía, que consiste en la capacidad humana de ponerse en el lugar de otro sufriendo con su sufrimiento y disfrutando con su alegría. La meta de la moral consiste en alcanzar la mayor felicidad (el mayor placer) para el mayor número posible de seres vivos. Este principio de moralidad como criterio para tomar decisiones racionales apareció por vez primera en el libro de Cesare Beccaria Sobre los delitos y las penas (1764), pero los utilitaristas considerados como clásicos son Jeremy Bentham (1748-1832) y John S. Mill (1806-1876). Jeremy Bentham introdujo una aritmética de los placeres que descansaba en el supuesto de que el placer es susceptible de medida. Todos los placeres son iguales en cualidad, pero teniendo en cuenta criterios de intensidad, duración, proximidad y seguridad, se puede calcular la mayor cantidad de placer. J. S. Mill rechazó estos supuestos y afirmó que los placeres no se diferenciaban por la cantidad, sino por la cualidad, de manera que hay placeres superiores y placeres inferiores. Son las personas que han experimentado ambos quienes están legitimadas para decidir cuáles son superiores y cuáles inferiores, y sucede que éstas prefieren siempre los placeres intelectuales y morales. Por eso el utilitarismo de Mill ha sido calificado de idealista, ya que valora los sentimientos sociales como fuente de placer hasta tal punto que asegura que, en las condiciones desgraciadas de nuestro mundo, la doctrina utilitarista puede exigir a un hombre sacrificar su felicidad por la felicidad común. La ética utilitarista fue ampliada y modificada más tarde por H. Sidgwick y por G. E. Moore, cuyo influjo llega incluso hasta nuestros días. La forma del utilitarismo de Moore fue criticada detenidamente por H. A. Prichard y, en los años treinta, por W. D. Ross. Prichard acusó prácticamente a toda la ética del pasado de haber intentado, sin razón, deducir el deber moral de un ser.

La aparición del evolucionismo ético añadió dinamismo al naturalismo ético y propició su renovación. La influencia de esta doctrina introdujo además cambios radicales en las distintas concepciones éticas, que en ocasiones se orientaron hacia una inversión completa de todas las tablas de valores, como es el caso de la crítica de Nietzsche a los valores tradicionales. Consecuencia de ello fue la adopción de puntos de vista axiológicos, que habían sido poco atendidos por los autores anteriores.

Bajo el influjo de la sociología apareció en el siglo XX el llamado "relativismo ético" cuyos representantes principales son B. M. G. Summel y E. A. Westermarck. Según el relativismo, los conceptos y normas morales dependen de los individuos concretos y de la sociedad en que viven; es decir, lo bueno designa un sentimiento de respuesta desinteresada, y este sentimiento no es algo innato o instintivo, sino adquirido en la sociedad en que se convive.

La ética del pragmatismo fue desarrollada ante todo por J. Dewey, quien afirmaba que el pensamiento es un instrumento de la praxis, es decir, de la organización del medio ambiente, en cuanto que la praxis sirve para satisfacer las necesidades humanas. La verdad de una idea es su capacidad para superar los obstáculos que le salgan al encuentro, y los llamados problemas morales aparecen con los conflictos surgidos entre los distintos deseos y apetencias humanas. El objetivo de la reflexión moral es lograr la correspondiente armonía entre los deseos. El criterio de la moralidad es, por tanto, la satisfacción y la realización armónica de uno mismo y de todos los hombres que estén relacionados con las acciones de uno mismo y con las de la humanidad.

Contra el formalismo kantiano se manifestó en el siglo XX el filósofo alemán Max Scheler, que en su obra El formalismo en la ética y la ética material de los valores ofrecía como alternativa una ética material de valores. Según Scheler, Kant había cometido el mismo error que los empiristas al creer que sólo contamos con dos tipos de facultades: la razón, que es capaz de universalidad e incondicionalidad, pero que solamente proporciona formas y no contenidos, y la sensibilidad que proporciona contenidos, pero que no pueden ser universales ni incondicionados, sino a posteriori. Por ello, en moral Kant habría recurrido a la razón. Pero, si nuestro espíritu no se agota en la dualidad razón-sensibilidad, no hay ningún motivo para identificar lo que es a priori con lo racional, y lo material con lo sensible o a posteriori. Actos como preferir, amar u odiar, dice Scheler, no son racionales, sino emocionales, y, sin embargo, descubren a priori unos contenidos materiales que no proceden de la sensibilidad. Esos contenidos son los valores. Así, el valor se convierte en el elemento central de la ética, en torno al cual giran el bien y el deber. De ahí que Scheler crea posible construir una ética material, pero de valores. Entiende Scheler que los valores son cualidades dotadas de contenido que están en las cosas, pero que son independientes de ellas y de nuestros estados de ánimo subjetivos, y no se aprehenden a través de la razón o de los sentidos, sino a través de una facultad llamada "intuición emocional" que los capta a priori. Hay, por tanto, una ciencia pura de los valores (axiología), que consta de tres principios: todos los valores son positivos o negativos; hay una relación entre valor y deber; y la intuición emocional capta los valores ordenados en una jerarquía objetiva, de suerte que preferimos unos a otros porque se dan ordenados en ella. El bien moral consiste en la voluntad de realizar un valor superior en vez de uno inferior, y el mal en lo contrario. No hay, pues, valores específicamente morales. Además de Scheler, participaron en la ética de los valores Nicolai Hartmann, Hans Reiner, Dietrich von Hildebrand y José Ortega y Gasset.

La crisis y la regeneración de la Ética contemporánea

Aunque la filosofía contemporánea se caracteriza como puede verse por su poca homogeneidad y por estar compuesta de direcciones aparentemente divergentes, la voluntad de evitar el sistema y de explicar todo son dos rasgos comunes característicos de los principales filósofos poshegelianos. En la teoría ética contemporánea pueden distinguirse, siguiendo a Victoria Camps, dos grandes periodos. El primero es un periodo de decadencia y crisis de la ética, consecuencia de la crítica generalizada a la filosofía y al método de los modernos que culminó con la filosofía trascendental kantiana. Incluso Hegel, ya en el ámbito concreto de la ética, intentó una vía de reflexión más ceñida a los hechos que la ética del imperativo kantiana. Después vinieron los grandes maestros de la sospecha, cuyo portavoz más característico es Nietzsche, atacando la filosofía moral y la moral cristiana. En el segundo momento, que empieza en la segunda mitad del siglo XX, se recupera la reflexión ética como actividad de los filósofos y tiene lugar el resurgimiento de la ética kantiana.

En primer lugar veamos la decadencia y crisis de la ética moderna. La crítica kantiana había señalado los límites entre lo que podía saberse, lo que debía hacerse y lo que cabía esperarse. La Crítica de la razón práctica constituyó un marco tan perfecto de la acción moral que se quedó en la mera formalidad, ajena a toda contingencia material. En teoría, los problemas morales podían resolverse, pero, en la práctica, quedaban presos de antinomias irresolubles: ¿cómo era posible que la razón pura fuera práctica?, ¿cómo era posible que los imperativos emanados de la razón pura fueran la garantía moral de la práctica que da seguridad a nuestros juicios?, ¿cómo justificar una idea de deber que no coincide con la felicidad?, ¿de qué sirve una razón práctica que no obliga de hecho a la voluntad? Kant, que supo ver que la razón pura práctica no era capaz de resolver estas antinomias porque una cosa era la racionalidad pura y otra muy distinta una práctica contaminada de irracionalidad, optó por la validez de la razón y de una moral impecable, se ajustara o no a los hechos, ya que la experiencia no puede ser nunca el árbitro de la ética si es que ésta pretende fijar unos valores absolutos e indiscutibles. Kant fue consciente de la escisión que sufría el ser humano entre el ser y el deber ser, pero defendió la validez de un deber ser absoluto al tiempo que desconfió profundamente de la capacidad moral humana. El sujeto moral kantiano se presentó así como un ser permanentemente insatisfecho y crítico, quizás desorientado, por la inadecuación de la acción a los principios éticos.

La historia de la ética contemporánea desde Hegel hasta bien mediado el siglo XX, es la historia de la crítica a las pretensiones universalistas de la ética ilustrada kantiana. Los filósofos más sobresalientes han coincidido en la tesis de que la moral universal es un engaño. El individuo, el sujeto moral, no puede ir más allá de su contexto al proyectar los grandes y fundamentales imperativos éticos, ya que ello sería pretender universalizar lo que, de hecho, vale sólo para unos cuantos, para los que comparten unas mismas condiciones económicas y sociales.

Ya Hegel, en la Fenomenología del espíritu, había mostrado las insuficiencias de una "moralidad" universal y abstracta, un absoluto inútil para la acción, ya que si obrar moralmente consiste en asumir el puro deber, se hace preciso renunciar a obrar. Al mostrar Hegel la contradicción entre el deber puro y la indeterminación de la conciencia ignorante y sensible, y el juicio moral universal con la conciencia particular, tiene que situar la "eticidad" más en la lucha por el reconocimiento y en el conflicto, que en una autoidentidad inabordable. La conciencia moral concreta debe oponerse a la conciencia moral pura kantiana, aun a sabiendas de su imperfección. La buena conciencia, para Hegel, es la conciencia que sabe que el error está en su mano, pero a la que esta falibilidad no impide actuar, porque sabe también que la acción es necesaria y que podrá ser perdonada por las faltas cometidas.

La filosofía posterior a Hegel no fue homogénea, sino diversificada en autores como Marx, Nietzsche, Freud, Wittgenstein y Sartre, que aunque poco tienen que ver entre sí, sin embargo tienen en común su oposición radical al modo moderno de hacer filosofía, el rechazo a la metafísica como expresión última del saber total y a la fundamentación en ella de una ética universal y absoluta.

Marx, más crítico que Hegel, concibió la ética como ideología pura, como una supraestructura alienante e ilusoria sin otra misión que la de legitimar lo que hay, pues las ideas expresan siempre las relaciones materiales dominantes. Las ideas de la clase dominante son las que hablan en nombre de "la razón", "el universal", "la idea" de hombre, ocultando tras la apariencia de discursos cristalinos los verdaderos intereses de la clase dominante, que no son otros que perpetuar su situación de dominio. Por ello, las ideas religiosas, políticas y éticas no pueden ser, de ningún modo, móviles de una praxis liberadora de toda la humanidad. Habrá que modificar primariamente las relaciones de producción, y después transformar la infraestructura económica para que deje de haber dominantes y dominados y se superen todas las alienaciones en las que el ser humano está inmerso. Como ha escrito Victoria Camps, después de Marx ya no es lícito aceptar acríticamente los universales de la moral, se formulen éstos como imperativos o como derechos. Como producto histórico, la ética deberá reflejar, en sus principios, los conflictos y contradicciones de la realidad de la cual y para la cual habla. Sólo como grandes ideales los principios éticos pueden ser declarados universales. Tratar de hacerlos realidad significa desvirtuarlos con todo tipo de contradicciones, como han demostrado los mismos intentos de hacer reales los ideales marxistas.

Nietzsche fue el filósofo de la sospecha por antonomasia y el crítico más radical del pensamiento ético. Para Nietzsche, los valores morales históricos tenidos por universales no proceden de la singularidad de la conciencia, sino de "la voz del rebaño en nosotros". Nietzsche no cree ni en la conciencia ni en la verdad moral. Los valores morales tienen un origen social y utilitario, son expresión de los intereses inconfesables de los débiles. Así, en La genealogía de la moral, Nietzsche muestra cómo el significado originario de "bueno" como noble, distinguido y poderoso, se ha perdido para significar lo hecho por voluntades débiles y reactivas. Todas las virtudes y los deberes cristianos no tienen para Nietzsche otra razón de ser que el resentimiento de quienes empezaron a creer en ellos para superar su debilidad y bajeza, es decir, un origen "demasiado humano" para que esos valores puedan ser declarados absolutos y universales. De este modo, los valores morales han contribuido a la aniquilación del individuo y a la negación de la vida humana frente a otra vida superior e inalcanzable. La conciencia moral ha dividido al individuo y le ha creado un sentimiento insuperable de culpa y deuda ante una norma trascendente. Por ello, el desenmascaramiento del origen humano de los valores y el reconocimiento del engaño implícito en la moral conduce, según Nietzsche, a la liberación del individuo, al renacimiento de un hombre libre y feliz, capaz de aceptar el azar, la inseguridad y la provisionalidad de la existencia, de no actuar reactivamente, y que, en lugar de querer la inmortalidad, quiere el instante, la eterna repetición de su propia existencia.

Freud contribuyó de un modo decisivo a reforzar la crisis de la moral en el pensamiento contemporáneo al plantear el problema de la unión de la virtud y la felicidad. En su obra El malestar en la cultura expresa la profunda contradicción del ser humano, cuando la pretensión de crear una civilización que le condujera a un mayor bienestar ha sido en gran parte la causa de su infelicidad. El resultado de las instituciones culturales, como la religión, la filosofía, el derecho, creadas para regular las relaciones humanas haciéndolas más ordenadas, ha sido negativo, pues aquéllas no han sido sino causa de represión y malestar. La consecuencia de la cultura ha sido la construcción de seres más morales, pero más reprimidos, psíquicamente enfermos. La previsión freudiana sobre la posible solución a este problema es pesimista: el ser humano tendrá que acostumbrarse a vivir con ese profundo malestar originado por la cultura y por la moral.

El pensamiento existencialista de Jean Paul Sartre está cercano al de los filósofos de la sospecha. La tesis central del existencialismo, según la cual la existencia precede a la esencia, significa que la esencia del hombre es su existencia, es decir, "ser-para-sí", y que es ontológicamente imposible alcanzar el deseo de "ser-en-sí". Esto conduce a la ineludible angustia de tener que ser conscientes y vivir en libertad sin garantía ninguna, sin ningún orden externo que dé confianza, sin un ideal de humanidad que perseguir o imitar. A esta situación de desamparo se enfrenta normalmente el ser humano a través de la mala fe moral, es decir, adhiriéndose a un código o a unos ideales morales. Pero para Sartre no hay posibilidad de una moral universal, ya que no es posible su fundamentación. Cada individuo debe enfrentarse a su propia soledad y elegir su propia moral desde la situación vital en que se encuentra. El único valor ético, por tanto, es la libertad: hay que querer la libertad y no la mala fe de la ley moral.

También las filosofías analíticas del lenguaje han atacado las pretensiones de universalidad de la ética. Wittgenstein afirmó que su Tractatus era un libro de ética, y no de lógica, como había sido frecuentemente interpretado. Esta afirmación se explica si se considera que el objetivo central del libro era llegar a establecer los criterios para determinar claramente el sentido de las proposiciones. Wittgenstein estableció en el Tractatus que tanto las proposiciones de la ética como las de la estética son proposiciones de sentido indeterminable, razón por la que Wittgenstein decidió que era mejor no hablar de ética. Lo ético pertenece más propiamente al mundo de lo que se muestra pero no se puede decir. Intentarlo es querer "arrojarse contra los límites del lenguaje", ir más allá de las humanas posibilidades, puesto que la ética sería aquello capaz de revelarnos el sentido de la vida, ese sentido incognoscible cuando uno se encuentra inmerso en la vida misma. La ética, en cuanto aspira a normas categóricas y absolutas, pertenece al ámbito de lo místico y, por tanto, es incomunicable, intransferible. De este modo, la ética viene a ser una especie de actitud frente a la realidad y frente a la existencia.

El segundo momento de la ética contemporánea, desarrollado a partir de la segunda mitad del siglo XX, es el intento de recuperar el valor objetivo de esta disciplina. A partir de la comprensión de la filosofía como una reflexión sobre la cultura, el comportamiento ético y político se ha establecido como una de las manifestaciones culturales necesitadas de mayor reflexión filosófica. Tras haber ido perdiendo la mayor parte de sus temas de estudio por habérselos arrebatado las ciencias especializadas, la filosofía encuentra en la valoración del comportamiento un terreno de reflexión que no quieren para sí las ciencias sociales, es decir, ni la sociología, ni la economía, ni la historia, ni el derecho. Esta reflexión se ha desarrollado especialmente en el ámbito de la filosofía anglosajona. El utilitarismo de Bentham y Mill, y la filosofía analítica con sus elaboraciones de una teoría empírica y de análisis de la función específica del lenguaje ético, han hecho aportaciones decisivas a los teóricos de la ética de la segunda mitad de siglo. Especialmente ha sido decisiva la influencia del prescriptivismo moral de R. M. Hare, cuya filosofía significa al mismo tiempo una vuelta a Kant y una concesión al empirismo utilitarista como criterio para sancionar éticamente las decisiones colectivas. La tensión entre esta doble polaridad es el marco del campo de discusión de todas las teorías éticas contemporáneas. El problema se plantea al tratar de dotar de base empírica a las decisiones éticas, permitiendo al mismo tiempo que su justificación descanse en criterios filosóficamente fundamentados.

El principal representante de la actual teoría ética es el filósofo norteamericano John Rawls, cuya Teoría de la justicia está en la base de una amplia discusión filosófica en la actualidad. La pretensión de Rawls es elaborar una concepción de la justicia que supere las insuficiencias del utilitarismo y que sea fiel a Kant en su defensa de una ética deontológica; es decir, una noción de justicia que no derive de las apreciaciones empíricas del bienestar o de la utilidad, y que dé lugar a una concepción pública de la justicia aceptable por todos y que sirva de guía de las instituciones básicas de la sociedad democrática. Para llegar a ella, Rawls supone una situación originaria que permite deducir los criterios fundamentales de la justicia. El resultado, acordado por las partes que integran tal situación imaginaria, son tres principios: el de libertades básicas iguales, el igualdad de oportunidades y el principio de la diferencia. Con estos principios, Rawls propone una noción de bien común como conjunto de bienes primarios que forman la serie de condiciones necesarias para que cada uno de los individuos puedan tratar de satisfacer sus preferencias de acuerdo con sus distintas concepciones del bien. Así, Rawls diferencia entre aquello que debe ser responsablemente aceptado y acatado por los ciudadanos de una sociedad bien ordenada, regida por los principios de la justicia, y aquellos fines o deseos de los cuales sólo es responsable el individuo en cuanto tal, en su vida privada. Los primeros bienes responden a la idea de justicia o de necesidades básicas, y son el soporte imprescindible para la consecución de los otros bienes, menos generalizables pero no menos importantes como estrategias de felicidad individual. La concepción de la justicia ha de ser, por tanto, pública, compartida y universalizable. Pero no así las concepciones de los distintos planes de vida, que dependen de preferencias y devociones particulares, y que son regulables, en todo caso, por una moral igualmente privada. El hipotético acuerdo sobre los principios de la justicia no descansa sólo en la imparcialidad de los miembros de la "situación originaria", sino en una determinada idea de la "personalidad moral". Como puede verse, la teoría de Rawls representa un regreso a la filosofía moderna, ya que renueva la base del contrato social e idea una definición de la justicia que el mismo Rawls ha denominado "constructivismo kantiano". Pero se da un paso adelante respecto a los sistemas filosóficos anteriores, ya que la Teoría de la justicia limita el ámbito de lo ético universal al de lo justo, y es bastante más concreta que la ética kantiana, al carecer del formalismo de ésta.

Otra teoría ética contemporánea importante es la de la ética comunicativa de K. O. Apel y J. Habermas. Apel y Habermas se plantean el problema de la validez de las normas morales intentando superar la distinción entre las ciencias de la naturaleza, susceptibles de verdad, y las ciencias sociales, donde la verdad no tendría cabida alguna. Esta distinción se difumina al comprobar que la supuesta objetividad de la ciencia es también intersubjetiva, es decir, que las verdades científicas se basan finalmente en acuerdos, al igual que las leyes o normas sociales. El acuerdo que en la ciencia se justifica por la comunidad científica, en la ética exige una justificación superior. La explicación se encuentra en la realidad misma del acuerdo o del consenso, que es el fundamento de toda ley nacida de una sociedad democrática. El imperativo que obliga a los individuos a buscar proviene de que la búsqueda y aceptación del acuerdo es una consecuencia de algo que constituye al ser humano: el a priori de la comunicación, una "competencia comunicativa". La ley moral sería así una ley autoimpuesta; la conciencia se autolegisla, como decía Kant, pero no debe proceder solamente de la unidad de la conciencia individual, sino que debe ser consensuada social y democráticamente.

Finalmente, otra propuesta actual importante en el campo de la ética es la de la nostalgia comunitarista de A. MacIntyre. Para MacIntyre la ética no es posible, puesto que tampoco es posible llegar a acuerdos morales ni fundamentarlos racionalmente, y ello se debe a que nuestro tiempo se compone de retazos de morales de otras épocas: virtudes griegas, mandamientos cristianos, ideas sobre deberes o derechos fundamentales. Esto origina en el lenguaje moral un desorden de conceptos descontextualizados, ya que ya no son nuestras las variadas formas de vida que los originaron. El problema que plantea MacIntyre es doble: las concepciones morales son inconmensurables, puesto que falta la base de unos valores comunes y compartidos; al mismo tiempo, cualquier intento filosófico de justificar o fundamentar una determinada concepción moral está destinado al fracaso. El único discurso ético apropiado a nuestro tiempo es el relativismo emotivista, según el cual los juicios morales expresan sentimientos, reacciones personales o grupales a situaciones que se aprueban o desaprueban, sin ningún fundamento racional. En el mundo actual no se puede hablar de virtudes, ni de justicia, ni de ética, ya que para ello habría de ser posible la convivencia entre derechos fundamentales y el criterio utilitarista, cuando lo cierto es que ambos sirven a propósitos dispares: no puede haber una utilidad común, porque los deseos y preferencias individuales no son sumables, y la supuesta común utilidad significará siempre una limitación de las libertades y una violación de los derechos fundamentales. La única salida que MacIntyre encuentra al dilema para construir una ética viable es la vuelta a sociedades comunitarias, donde, al compartirse unos mismos fines, sería posible la reconstrucción de la ética y de las virtudes.

Los problemas de la Ética

Seis son los problemas principales que se plantean cuando se emprende la tarea de esbozar las cuestiones más importantes presentes en el devenir histórico de la ética: el problema de la clasificación de los niveles desde los que estudiar los fenómenos morales, el problema de la clasificación de las teorías éticas atendiendo al modo de considerar la norma suprema de la conducta moral, el problema de la clasificación de las teorías por el modo como pretenden descubrir las verdades morales, el problema de la esencia de la ética, el problema del origen de la ética y el problema del lenguaje de la ética.

En primer lugar, se encuentra el problema de la investigación empírica de los fenómenos morales, tal y como se plantea en la antropología, en la historia, en la psicología y en la sociología. A este nivel pertenecen gran parte de los textos de la ética inglesa de los siglos XVII y XVIII, y también las teorías actuales sobre ética de influencia sociológica. En segundo lugar, hay reflexiones del mismo tipo que las que aparecen en muchos diálogos platónicos, por ejemplo al comienzo del Critón, en las que se afirma y se prueba un juicio normativo, como "no debo mentir" o "el saber es bueno", o, a la inversa, se propone un principio universal y se deduce de él un principio normativo. En tercer lugar, hay reflexiones sobre problemas lógicos, gnoseológicos, semánticos o metafísicos, del tipo de "¿qué queremos decir cuando llamamos a algo "moralmente bueno"?", "¿cómo pueden fundamentarse los juicios éticos?", "¿qué es la moral?", "¿qué significa "moralmente responsable"?", etc. El primer grupo de cuestiones, por muy importantes que sean para la ética, no pertenecen de suyo a la ética, sino que son pura investigación de hechos que no se ocupa de ningún modo de un pensamiento normativo en cuanto tal. Actuarían como presupuestos de la ética, pero no serían ética en sentido estricto.

En segundo lugar, por lo que se refiere al problema de la norma suprema de la conducta moral, las teorías éticas pueden ser teleológicas o deontológicas, o ambas cosas a la vez. Las doctrinas teleológicas afirman que la norma suprema de la moral es algo causado por las acciones humanas, aunque dicha norma está fuera del campo de lo moral, como por ejemplo el placer, el poder, el saber, la autorrealización, la perfección, la felicidad, etc. Las teorías deontológicas, por el contrario, defienden la concepción de que la norma suprema de la moral es una cualidad de las mismas acciones humanas. Las formas fundamentales de las teorías teleológicas son, por una parte, el egoísmo ético de Epicuro y Hobbes, en los que la norma es la felicidad del individuo, y, por otra, el utilitarismo, en el que la norma se sitúa en la felicidad de la mayoría. Según las teorías deontológicas, la cualidad moral de una acción consiste o en su libertad, veracidad, etc., como ocurre en el existencialismo, o en que la acción corresponda a una regla universal o a un deber ideal, como en la ética de Kant. Una forma mixta sería la ética de Aristóteles, con su principio de eudemonía, o la de Santo Tomás de Aquino, con el fin supremo de alcanzar la visión de Dios, en las que conseguir la suprema felicidad subjetiva implica también la fidelidad a los supremos valores de las acciones humanas, y viceversa.

En tercer lugar, por lo que se refiere al problema sobre el modo de descubrir las verdades morales, los sistemas éticos han sido intuicionistas, emotivistas, prescriptivistas o naturalistas. Las éticas intuicionistas, como las de Moore, Prichard, Scheler y Hartmann, opinan que el ser humano está en condiciones de conocer ciertos contenidos no empíricos, a los que llamamos "valores" o "el bien". Quienes defienden la teoría intuicionista deben afirmar una intuición intelectual distinta del conocimiento sensible para explicar el estatuto ontológico de los valores. El emotivismo de Stevenson tiene su origen en la doctrina positivista, según la cual sólo tienen sentido semántico las proposiciones empíricamente verificables, por lo que los juicios morales, al no ser empíricamente verificables, no tienen contenido informativo y son sólo expresiones del sentimiento. El prescriptivismo de Kant o de Hare no considera los juicios morales ni como informaciones ni como expresiones del sentimiento, sino como imperativos o indicaciones que dejan sin explicar de dónde proceden tales mandatos. Para el naturalismo ético, los juicios normativos no pueden reducirse a los descriptivos, pero pueden ser fundamentados con su ayuda.

En cuarto lugar, sobre la esencia de la ética caben dos posturas antitéticas: considerar que la ética ha de ser una disciplina formal, o bien considerar que ha de ser material. No es que existan en forma pura ninguna de las dos, pero el predominio del elemento formal en la filosofía práctica de Kant, y del elemento material en casi todos los demás tipos de ética, ha llevado a contraponer el kantismo al resto de las doctrinas morales. Para Kant, los principios éticos superiores, los imperativos, son absolutamente válidos a priori y tienen con respecto a la experiencia moral la misma función que las categorías con respecto a la experiencia científica. Esta inversión del origen de los principios éticos respecto a las morales tradicionales conduce al trastorno de todas las teorías existentes con respecto al origen de los principios éticos, de modo que Dios, libertad e inmortalidad no son ya los fundamentos de la razón práctica, sino sus postulados. De ahí que el formalismo moral kantiano exija la autonomía ética, el hecho de que la ley moral no sea ajena a la misma personalidad que la ejecuta. Las éticas materiales se presentan como opuestas a este formalismo kantiano. Hay dos tipos de éticas materiales: la ética de los bienes y la de los valores. La ética de los bienes comprende las doctrinas que, fundadas en el placer o en la felicidad, comienzan por plantearse un fin. Según sea este fin, la moral se llama utilitaria, perfeccionista, evolucionista, religiosa, individual, social, etc. Tienen en común que la bondad o maldad de los actos depende de la adecuación o inadecuación con el fin propuesto, y no de la obediencia absoluta al deber, como en Kant. La ética de los valores representa una síntesis entre forma y materia moral y una conciliación entre el empirismo y el apriorismo moral. El mayor representante de este tipo de ética fue Max Scheler, quien la definió como un apriorismo moral material, pues en él empieza por excluirse todo relativismo, aunque, al mismo tiempo, se reconoce la imposibilidad de fundar las normas efectivas de la ética en un imperativo vacío y abstracto.

En quinto lugar aparece el problema del origen de la ética. Aquí, las discusiones ha girado en torno al carácter autónomo o heterónomo de la moral. Los partidarios del carácter autónomo sostienen que lo que se hace por una fuerza o coacción externa no es propiamente moral. Para los defensores del carácter heterónomo no hay de hecho posibilidad de acción moral sin esa fuerza extraña, que puede radicar en la sociedad o en Dios. A ellas se han sobrepuesto tendencias conciliadoras que ven la necesidad de la autonomía del acto moral, pero niegan que esta autonomía destruya el fundamento efectivo de las normas morales, pues el origen de acto puede distinguirse perfectamente de la cuestión del origen de la ley. Otras discusiones sobre el origen se han referido más bien al origen efectivo de los preceptos morales en el curso de la historia o en la evolución del individuo, y han conducido a contraponer entre sí las tendencias aprioristas y empiristas, voluntaristas e intelectualistas, que quedan con frecuencia sintetizadas en una concepción perspectivista en la que voluntarismo, intelectualismo, innatismo y empirismo se conciben como meros aspectos de la visión de los objetos morales, de los valores absolutos y eternamente válidos, progresivamente descubiertos en el curso de la historia.

En sexto y último lugar surge el problema del lenguaje de la ética, respecto al cual se han elaborado varias teorías de la mano de autores como C. K. Ogden e I. A. Richards, J. Dewey, A. J. Ayer, R. B. Perry, Ch. L. Steven, R. M. Hare, etc. Así, por ejemplo, J. Dewey distinguía entre términos valorativos, como "deseado", y términos descriptivos, como "deseable"; es en este segundo grupo en el que se incluyen los términos éticos. Ogden y Chards diferenciaron entre lenguaje indicativo o científico, y lenguaje emotivo o no científico, al que pertenece el lenguaje de la ética. Ayer y Carnap defendieron el análisis emotivo en la ética, que consistía en hacer de los juicos valorativos juicios metafísicos, es decir, teóricos y no verificables. Hare ha examinado sobre todo los usos de los términos éticos y axiológicos, y ha mostrado que, cuando todos ellos están dentro de un lenguaje prescriptivo, no pueden confundirse los imperativos con los juicios de valor. Todas estas investigaciones sobre el lenguaje de la ética tienen en común el haber descubierto que hay un lenguaje propio la ética, que este lenguaje es de naturaleza prescriptiva, que se expresa mediante datos o mediante juicios de valor y que no es posible en general un estudio de ética sin un previo estudio de su lenguaje.

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